El núcleo sano, el estrato oscuro y la envoltura.
En la historia de la creación leemos cómo Dios creó al hombre y vio que era bueno (Gén 1, 31). El hombre vivía en armonía con Dios y con toda la creación. Pero llegó el momento en que Adán y Eva pecaron y fueron arrojados del jardín del Edén (Gén 3, l-24). Esto no debe entenderse como si, en un período remoto, dos seres humanos fueran arrojados de un lugar determinado. Más bien se trata de describir el estado actual del hombre. La descripción de la creación presenta nuestra realidad actual como un relato. Quiere decir que cada uno de nosotros tiene un núcleo sano en su interior. En él está entero y está sano, tiene conciencia de que Dios lo ama y lo contiene, y vive la certeza de quién es él en Dios. Este estado primigenio está simbolizado por medio del paraíso o del jardín del Edén (Gén 2, 4b-25).
La caída del hombre, que sigue a este estado originario, se propone ilustrar que alrededor del buen núcleo del hombre se ha depositado un estrato oscuro (Gén 3, 1-24). No es lo más profundo en el hombre. Es una segunda realidad, que se ha agregado y no hace más que recubrir el buen núcleo. No pertenece a la esencia del hombre. Esto se expresa en el simbolismo de que el jardín del Edén no se cierra, aunque el hombre es arrojado de él. Un ángel con una espada llameante de fuego veta el acceso al paraíso, para que el hombre no pueda regresar. El lugar futuro del hombre es descrito como un lugar de espinas, de fatigas, dolor y muerte. El hombre debe ir venciendo todo con esfuerzo, con el sudor de su frente. Esto significa para él una existencia plena de intolerable sufrimiento. Al igual que el paraíso, este ámbito de vida es una realidad humana. Es el estrato oscuro, que ha recubierto nuestro núcleo sano y que podemos reconocer a diario.
Para vivir con menos dolor, el hombre recubre este estado angustioso con una envoltura. Esta encarna la resistencia contra el sufrimiento que provocan los aspectos sombríos del hombre. Es el mecanismo de defensa por antonomasia. Comparable a una plancha de cemento, recubre nuestro estrato oscuro y, por ende, todos nuestros sentimientos. Sin levantarla nos será imposible avanzar hacia ellos y, así, hacia nuestro núcleo sano. Vivimos en la superficie de nuestro ser, sin acceso a él, al jardín del Edén, que está en nosotros a pesar de todo.
Tenemos un núcleo sano interior, por medio del cual podríamos llegar a saber quiénes somos en Dios y quién es Dios en nosotros, cómo somos amados y sostenidos por él, cómo somos hijos de Dios, templos del Espíritu Santo y miembros de Cristo, cómo vive en nosotros la santísima Trinidad. Sobre este núcleo sano reposa el estrato oscuro y doloroso del pecado, que nos impide el acceso a ese núcleo sano. En nuestra fuga ante este estrato erigimos una barricada, que llamaremos envoltura. Esta habrá de protegernos de nuestros aspectos sombríos y hacer posible una vida menos dolorosa. El precio es que, a la vez, estaremos escindidos de nuestro verdadero ser interior, de nuestra identidad más profunda en Dios.
Comportamiento pre-contemplativo y contemplativo.
La vida espiritual se divide en dos períodos. Al primero lo denominamos pre-contemplativo. El progreso espiritual en este período se logra con el propio esfuerzo. Debemos reflexionar, sopesar, auscultar nuestra conciencia. Deliberamos con nosotros mismos, tomamos decisiones y nos proponemos cosas. Renovamos los propósitos y los trasformamos en hechos, hasta haber operado el cambio deseado en nuestro interior. Deben crecer en nosotros el amor y la fe. De hecho, todos estos esfuerzos son inimaginables de no estar acompañados por la misericordia divina. Pero somos nosotros quienes nos esforzamos por lograr un progreso espiritual, somos nosotros los que trabajamos para el reino de Dios con el sudor de nuestra frente.
Al cabo de cierto tiempo somos introducidos en la fase contemplativa. Nuestro comportamiento cambia. En lugar de esforzarnos por lograr progresos espirituales, debemos aprender a contemplar únicamente a Dios y dejar de lado lo restante. Confiamos en que todo lo demás nos será dado por añadidura, si nos ocupamos exclusivamente de fijar nuestra atención en Dios. La diferencia es muy importante. En la fase contemplativa todo nuestro esfuerzo va dirigido a comunicarnos con Dios. Lo demás fluye por sí mismo, se da solo, se nos da. Ya no pasamos penas por el curso de los asuntos terrenos. Esto no significa inactividad, sino que la actividad se vuelve más despreocupada. Poco a poco nos volvemos más independientes respecto de los acontecimientos. Va cediendo la presión provocada por el afán de rendimiento. En la fase pre-contemplativa por el contrario, el esfuerzo se dirige directamente a cambiar el mundo y a cambiarnos a nosotros mismos. Es preciso lograr algo y esto trae consigo afán de rendimiento, preocupaciones y estrés.
Estas dos formas de vida espiritual se hallan en una relación peculiar con las realidades íntimas del hombre, con la envoltura, el estrato oscuro y el núcleo sano. El nivel exterior a la envoltura constituye el ámbito propio de lo pre-contemplativo. Lo que se halla dentro de ella, configura el ámbito de la contemplación. Esto significa concretamente que de la envoltura hacia fuera tienen vigencia las leyes que modifican el mundo: debemos pensar y alcanzar metas. De este tipo son nuestras reacciones en la vida cotidiana. Cuando algo nos molesta nos preguntamos de inmediato a qué se debe y procuramos cambiarlo. Dentro de la envoltura, en el estrato oscuro y en el núcleo sano no se puede pensar ni actuar. En el momento en que alguien comienza a pensar o actuar ya está fuera de la envoltura.
¿Cómo podemos comportarnos dentro del ámbito contemplativo? En primer lugar, podemos contemplar. Esta es una actividad puramente espiritual con la que no pretendemos alcanzar nada. El hecho de contemplar siempre supone largar, soltar algo, estar disponible para algo. En segundo lugar, podemos confiar. En tercer lugar, podemos amar. Pero no se trata del amor como lo entendemos de ordinario. Es el amor puro que ya no espera nada del otro. Es como el sol, que brilla sin cesar y no deja de hacerlo, aun cuando sus rayos no sean recibidos ni correspondidos. Este amor viene a través de la contemplación y no puede «hacerse». Si nos mantenemos en estado de contemplación, crecerá en nosotros de forma natural. En cuarto lugar, podemos padecer. El pecado padecido en la contemplación y en el amor es redimido y no vuelve más.
En la meditación vamos entrando poco a poco en la quietud. Nos llevará a la envoltura de la que hablamos, a nuestra resistencia contra el pecado. Si continuamos prestando atención a la percepción, la envoltura se abrirá y podremos acceder a la zona que hemos denominado el estrato oscuro. Vivimos nuestros sentimientos negativos, que nos separan de Dios y de los hombres. Nuestra reacción espontánea será entonces pensar y actuar. Nos preguntaremos de dónde proceden esos aspectos sombríos, por qué están allí y cómo podemos suprimirlos. De esta manera nos volvemos activos, y recaemos en nuestro viejo hábito de pensar y actuar. Pero dado que a nivel contemplativo no es posible pensar ni actuar, nuestras reacciones nos han sacado del ámbito contemplativo y estamos nuevamente fuera de la envoltura, es decir, en el pre-contemplativo.
Si deseamos mantenernos en el ámbito de la contemplación, debemos persistir en el hecho de contemplar. En nuestro caso, contemplar significa dirigir la atención a la percepción de las manos y, a través de ellas, a la percepción del presente. Se trata de contemplar en dirección del núcleo sano, de la presencia de Dios. Nos vamos internando en lo más profundo, en el estrato oscuro que nos hace padecer. Para mantenernos en contemplación debemos permitir y tolerar este sufrimiento. Pero lo que se padece así, con la vista fija en Dios, es redimido. No vuelve más. Del núcleo sano nos vendrá al encuentro tanta luz y tanta fuerza, que hallaremos coraje para seguir adelante.
La redención en el sentido del evangelio significa que Jesucristo ha atravesado con su padecimiento la gran zona oscura de toda la humanidad. Él nos invita a acompañarlo. Nos lleva a través de nuestros aspectos sombríos. Bastará que estemos dispuestos a cargar con nuestra cruz y padecer este sufrimiento. San Pablo habla de que está dispuesto a llevar siempre en su cuerpo el padecimiento mortal de Jesucristo, para que también su resurrección se haga realidad en su cuerpo (2 Cor 4, 10).
A imitación de Jesucristo
Estamos en la tierra para ser redimidos. El pecado, lo oscuro dentro de nosotros, nos separa de Dios y los hombres. Sólo cuando todo lo tenebroso dentro de nosotros se haya disipado, seremos recibidos en el eterno amor divino. Cuando esta zona oscura de nuestro interior haya sido redimida a través del sufrimiento, podremos contemplar a Dios. Esta es la meta de la vida terrena.
Quien haya padecido el pecado original en amor y haya imitado a Cristo en este sentido no habrá vivido en vano. Quien, por contrario, haya rehuido en su vida el sufrimiento redentor, debe proseguir el camino de la redención después de su muerte. En esto consiste la doctrina eclesiástica del purgatorio.
Estamos en este mundo para hacer que se rediman los aspectos oscuros en nosotros y en los demás. Solamente el amor logra hacerlos desaparecer. Cuando un ser humano recibe amor podrá, admitiéndolos cada vez más, lograr así su redención. Quien recorre este camino no lo hace únicamente para sí, sino también para otros. Si alguien desea ayudar a otros en este proceso de redención deberá irradiar mucho amor. Se equivoca el que cree que podrá colaborar con su ayuda en la redención del prójimo sin someterse él mismo intensamente al proceso de redención. Todo hombre irradia lo que es. La irradiación toca al hombre por dentro, a nivel de la contemplación; allí se da la verdadera redención. Todo trabajo con seres humanos, trátese de curación de almas u obras caritativas y sociales, depende en sus resultados más de la purificación propia que de la diversidad de actividades.
Exposición concreta del proceso de redención en la meditación
El objetivo de la descripción es que usted logre captar claramente qué es lo que ocurre durante la meditación. Deberá ayudarle a orientarse en momentos difíciles de la misma y reaccionar adecuadamente.
Cuando iniciamos los ejercicios, nos acometen en el primer momento las preocupaciones y pensamientos de la vida cotidiana. Al cabo de dos días de intensa quietud, logramos calmar el desasosiego inicial. Por lo general, vivimos en mayor recogimiento que en la vida cotidiana. Nos acercamos más a nosotros mismos y, por consiguiente, a nuestros aspectos sombríos. Aunque por un lado deseemos encontrar el camino hacia nuestro interior, por otro no queremos acercarnos demasiado a nosotros mismos para que no surjan nuestros lados sombríos. La consecuencia es que, si bien nos mantenemos firmes en la meditación, nos vamos desviando imperceptiblemente mediante pequeñas distracciones.
Después de algunas medias horas de meditación, en las que nos habíamos centrado bastante bien en la percepción, súbitamente empiezan a acudir más pensamientos a nuestra mente. Nos resulta un misterio por qué debamos luchar nuevamente con tal aluvión. Podrá tratarse de vez en cuando de temas que se reiteran obstinadamente porque ocultan preocupaciones. Pero, por lo general, se trata de un flujo irrefrenable de pensamientos insignificantes. El silencio, la ausencia de distracciones, de mecanismos de huida y represiones han movilizado en el inconsciente algo que desea emerger y ser redimido. Ahora bien, este aluvión de pensamientos nos asusta, y nos preguntamos qué es lo que hemos hecho mal. Esto nos lleva al terreno del pensar, con lo cual ya nos desviamos del camino. Hemos saltado del ámbito contemplativo al nivel exterior de la envoltura. Si no sucumbimos a este error, sino que nos mantenemos en la percepción sin arredrarnos, es decir, en la percepción de las manos y del presente, comenzará el proceso de redención.
En el curso de este proceso, los pensamientos podrán afluir en cantidad aún mayor o ser sustituidos por una reacción corporal. Así, la presión del subconsciente se expresa, por ejemplo, en dolores de rodilla o de espalda. También podrá sentirse dolor en los omóplatos o sensaciones desagradables en otras partes del cuerpo. A menudo estos fenómenos cesan al cesar la meditación. Apenas reanudamos la meditación, vuelven a aparecer.
¿Qué ha ocurrido? La presión del inconsciente se ha extendido a los flujos del cuerpo. Al hallar bloqueos en éste, aparecen los dolores de tensión. Nuevamente vale la indicación de no averiguar su origen ni rechazar las sensaciones desagradables. Todo lo que está, está bien que esté. Los aspectos sombríos anuncian su presencia para poder ser redimidos.
El proceso podrá continuar, al surgir repetidas veces un sentimiento intenso. Se presenta, por ejemplo, ira contra una persona con la que también en otros momentos vivimos en tensión, sean nuestros padres o cualquier otro. Puede invadirnos una profunda tristeza. O podrá ser impaciencia, una sensación de falta de sentido, soledad u otro sentimiento. La presión del subconsciente se expresa en forma de un sentimiento negativo. A un embate de los aspectos sombríos suele seguir un período más sosegado y de mayor recogimiento.
Lo que se ha padecido en la contemplación está redimido. No vuelve más. Probablemente habrá oleadas de los mismos sentimientos u otros parecidos, pues tales sentimientos inconscientes rara vez se superan con una sola meditación. Pero con el tiempo, todo lo irredento se va nivelando estrato por estrato, como una montaña. Así se produce la redención.
Espero que después de esta alocución podamos comprender por qué, permaneciendo en el desierto, Jesucristo quiso llamarnos la atención sobre nuestro encuentro con las tinieblas, y dar a entender que los períodos sombríos en la meditación son necesarios para la redención.
La contemplación.
En la contemplación estamos convencidos de que la verdadera vida duerme en el fondo del alma. Está aquí y sólo hace falta que se manifieste. Partiendo de esto, nuestra tarea consiste únicamente en dejar que suceda lo que sucede y prestar atención a lo que nos llega de nuestra verdadera naturaleza. De allí proviene la claridad, la unidad, la fuerza y el amor. De allí nos llega la vivencia de la presencia de Dios. Partiendo de esta convicción, renunciamos a todo lo que sea «hacer» y «lograr». Nos entregamos a lo que se nos brinda, a lo que sucede, a lo que se muestra, a lo que se manifiesta. En cambio, con asiduidad enviamos órdenes. Queremos provocar algo. Queremos forzarnos a alcanzar lo que es bueno. En la contemplación nos cuidamos bien de evitar toda intervención desde fuera y permitimos que se muestre por sí solo nuestro ser más profundo, que se nos manifieste la Trinidad latente. La contemplación es un proceso de toma de conciencia.
Si logras ir conociendo la fuerza de la percepción, notarás con qué rapidez y profundidad el escuchar te lleva a la realidad y a la paz. Es mejor que desde el comienzo de la meditación te orientes hacia ese «escuchar» contemplativo y hacia la autorrevelación del Espíritu Santo que vive en ti.
Franz Jalic (Ejercicios de Contemplación).