Se trasformaron[1]
“Pero recibiréis la fuerza del Espíritu Santo que vendrá sobre vosotros, y seréis testigos míos en Jerusalén, Judea y Samaría y hasta el confín del mundo” (Hechos 1,8) y “Cuando venga el Valedor, el Espíritu de la verdad que yo os enviaré de parte del Padre, él dará testimonio de mí; y también vosotros daréis testimonio” (Juan 15,27)
Tiempo de pascua, resucitar, vivir la nueva vida. Hay que nacer de nuevo, cada día, pero en toda la vida. No importa la edad, ni las circunstancias. El presente es el que vale: no te estanques en el pasado ni te preocupes demasiado por el futuro.
“Hubo una vez un monasterio que, a consecuencia de la ola de persecuciones religiosas que se desató durante los siglos XVII y XVIII y la creciente secularización del siglo XIX, se encontró en una situación prácticamente insostenible.
Llegó un momento en que en aquella enorme y decadente abadía no quedaban más que el abad y otros cuatro monjes, todos de edad muy avanzada. Evidentemente, el monasterio estaba condenado a desaparecer.
La abadía estaba rodeada por un frondoso bosque. Y en la espesura había una pequeña choza que el rabino de la ciudad vecina usaba de vez en cuando como lugar de retiro.
En sus largos años de oración y contemplación, los monjes habían desarrollado una extraordinaria sensibilidad. Por eso, casi siempre sabían cuándo el rabino estaba en su cabaña. Un día, el abad, cada vez más preocupado por la situación de su Orden, decidió acercarse a la choza para tomar consejo del sabio hebreo. Pero lo único que éste pudo hacer fue compartir la preocupación del monje.
—El problema —confesó el rabino— no me resulta nuevo. La gente ha perdido la sensibilidad para las cosas del espíritu, y en la ciudad ya casi nadie frecuenta la sinagoga.
Así estuvieron un buen rato, contándose sus respectivos problemas. Luego leyeron juntos unos cuantos pasajes de la Torá y, ya más serenos, se enfrascaron en una profunda disquisición espiritual.
Antes de despedirse, el abad preguntó otra vez al rabino si de veras no se le ocurría algo que pudiera salvar el monasterio y toda la Orden de la ruina total que les amenazaba. La respuesta fue concluyente:
—De veras que lo siento; pero no, no se me ocurre nada. Lo único que puedo decirle es que el Mesías está entre ustedes.
De vuelta al monasterio, el abad les contó a sus monjes lo que le había dicho el rabino, y que le parecía tan enigmático. Y ahí quedó la cosa.
Pero el hecho es que, a partir de entonces, durante muchos días e incluso semanas, los monjes no dejaban de meditar sobre las palabras del hebreo. «¿No será el Mesías uno de nosotros?», se decían en su interior. «Bien pudiera ser el abad o, tal vez, fray Tomás, que es realmente un santo. Lo que no parece probable es que el rabino se refiriese a fray Elred, que es tan irascible; aunque nunca se sabe. ¿Y fray Philip? Cierto que es una nulidad, pero cuando se le necesita, siempre está ahí como por ensalmo; ¿no será él, quizá, el Mesías? «Y, ¿por qué no puedo ser yo?», se decía el cuarto monje. «No; no es posible. Yo no soy importante. Aunque, pensándolo bien, para el Señor sí que lo soy. Entonces, ¿podría ser?»
Inmersos en estos pensamientos, los monjes empezaron a tratarse con un respeto extraordinario, porque siempre había una posibilidad, aunque remota, de que el Mesías estuviera entre ellos.
El bosque en el que se levantaba el monasterio era un lugar maravilloso. De vez en cuando se llenaba de visitantes que venían a pasear por sus caminos y senderos. Casi sin querer, ésos empezaron a darse cuenta del extraordinario clima de respeto que reinaba entre los cinco monjes y que irradiaba al exterior. Por eso, se animaron a frecuentar el parque con mayor asiduidad, e incluso llevaron consigo amigos pura enseñarles aquel lugar tan maravilloso. Y al correrse la voz, unos amigos fueron trayendo a otros y u otros, de modo que el número de visitantes aumentaba continuamente.
Al poco tiempo, uno de los más asiduos pidió unirse a los monjes; y después vino otro, y otro, y así sucesivamente. Al cabo de unos cuantos años, el monasterio se convirtió en un centro extraordinariamente vivo, que irradiaba luz y espiritualidad en toda la región.
También hoy el cristiano vive tiempos difíciles y sólo puede hablar de Dios a los hombres con una vida capaz de testimoniar la fe. Para eso es necesario, más que nunca, repensar los propios orígenes, o sea, el testimonio de los que fueron testigos oculares de la vida, muerte y resurrección de Jesús y que nos transmitieron la fe cristiana.
El itinerario de Pedro es, efectivamente, una guía del camino vocacional de todo hombre y, por tanto, una ayuda para revisar nuestra situación y reflexionar sobre ella.
No basta contentarse con una fe puramente abstracta, puesto que hay una relación muy estrecha entre el bautismo, que implica una conversión al Dios de Jesucristo, la misión personal de cada uno de nosotros, que es un don de Cristo, y el talante con el que afrontamos la realidad cotidiana, es decir, nuestro modo de pensar, de hablar, de actuar, de juzgar.
El cristiano no tiene por qué sentir miedo, incertidumbre o preocupación frente al “mundo” o frente a las otras religiones; al contrario, tendrá que redescubrir su propia identidad, la identidad del verdadero discípulo de Cristo, la certeza de que se le ha concedido el Espíritu Santo que actúa en él ensanchando el espacio de su corazón y de su mente para que pueda transparentar el Evangelio, el misterio de salvación ofrecido a todos los hombres. No para persuadir a nadie, sino para contar a todos los inauditos amores del Padre que se comunica a una humanidad sedienta como inagotable manantial de vida”.
¿Acaso no puedes ser tú, otro Mesías, ¿comportante como otro Jesús? Mirar, sentir, hablar, abrazar…eso es ser testigo ahora, en tu comunidad, con tus cualidades mesiánicas; te las dado Dios…ya.
Leonardo Molina S.J.
Comentarios: Si cada uno de los católicos que nos consideramos «practicantes» tratáramos a los que nos rodean como si fueran el Mesías, pienso que las cosas serían muy diferentes y, al igual que pasó con el bosque de los monjes, la gente sentiría curiosidad y deseos de conocer a Dios. Creo que no nos creemos del todo que Jesús está entre nosotros y nuestra tibieza y poca fe no son buen ejemplo.
Por otra parte, si acudiéramos al Espíritu Santo con más frecuencia, fe y confianza, haríamos que nuestro entorno se transformara.
VEN, ESPÍRITU SANTO!!
Un comentario
Me ha encantado la historia del monasterio. !!Qué verdad más grande que no nos creemos del todo que el Mesias está entre nosotros!!! Gracias P. Leonardo.