Reflexión diaria del evangelio para hacer Oración.

Homilía domingo de ramos.

Reflexión: Pasión de nuestro Señor Jesucristo según San Mateo (26,14–27,66)

Se hace difícil quedarse con un solo aspecto de este maravilloso relato evangélico; pero si un sentimiento lo traspasa en su totalidad es el Amor, la humildad y la entrega de Jesús. Jesús, cada mañana, abre el oído para escuchar de labios del Padre unas palabras estremecedoras: «Yo te amo. No te dejaré jamás». Jesús alentado por estas palabras ha ido por los caminos comunicando a todos este amor y este perdón gratuitos y sin condiciones.

Este año nuestras calles no se van a llenar de pasos presididos por la imagen de Jesús Crucificado; nuestras calles y plazas están vacías. Pero en nuestros hospitales, residencias y hogares hay muchas personas que sufren, crucificadas por la desgracia de esta pandemia que estamos sufriendo. Enfermos contagiados por el coronavirus hacinados en los pasillos de las urgencias y atendidos en hospitales de campaña levantados por toda la geografía española, ancianos que mueren en soledad en las residencias, familias que no pueden despedirse de sus seres queridos y cogerles la mano en el último suspiro de sus vidas. Y gente, mucha gente volcada en prestar a todos seguridad y las necesidades básicas.

Es difícil imaginar un símbolo más cargado de esperanza que esa cruz plantada por los cristianos en todas partes: «memoria» conmovedora de un Dios crucificado y recuerdo permanente de su identificación con todos que sufren en nuestro mundo.

Esa cruz, levantada entre nuestras cruces, nos recuerda que Dios sufre con nosotros. A Dios le duele el sufrimiento de esos familiares que han perdido a su ser querido sin haber podido despedirse de ellos. A Dios le duele la impotencia de los sanitarios que no pueden llegar a todos los enfermos por falta de material sanitario. Dios sufre por tantos hombres y mujeres que perderán su trabajo por culpa de esta crisis sanitaria. Dios llora con todos nosotros, sus hijos e hijas. No sabemos explicar la raíz última de tanto mal. Y, aunque lo supiéramos, no nos serviría de mucho. Sólo sabemos que Dios sufre con nosotros y esto lo cambia todo.

Pero los símbolos más sublimes pueden quedar pervertidos si no sabemos redescubrir una y otra vez su verdadero contenido. ¿Qué significa la imagen de Jesús Crucificado, si no sabemos ver y solidarizarnos con el sufrimiento, la soledad, el dolor, y desolación de tantos hijos e hijas de Dios? ¿Qué sentido tiene llevar una cruz sobre nuestro pecho, si no sabemos cargar con la más pequeña cruz de tantas personas que sufren junto a nosotros? ¿Qué significan nuestros besos al Jesús Crucificado, si no despiertan en nosotros el cariño, la acogida y el acercamiento a quienes viven crucificados?

Al morir Jesús «dio un fuerte grito». No era sólo el grito final de un moribundo. En aquel grito estaban gritando todos los crucificados de la historia. Era un grito de indignación y de protesta. Era, al mismo tiempo, un grito de esperanza.

El Dios en el que creemos, el Dios de Jesús, no es una caricatura de Ser supremo y omnipotente, dedicado a exigir a sus criaturas sacrificios que aumenten aún más su honor y su gloria. Es un Dios que sufre con los que sufren, que grita y protesta con las víctimas, y que busca con nosotros y para nosotros la Vida.

Para creer en este Dios, no basta ser piadoso; es necesario, además, tener compasión. Para adorar el misterio de un Dios crucificado, no basta celebrar la Semana Santa; es necesario, además, mirar la vida desde los que sufren e identificarnos un poco más con ellos. Porque podemos y lo conseguiremos entre todos: ¡Feliz Domingo de Ramos!

Pedro Paz.

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